Reseña sobre "Zahoríes" por Daría Rolland Pérez


Reseña al poemario ZAHORÍES
por Daría Rolland Pérez

(Huerga y Fierro editores, S.L.U. 2020 Madrid, 2020, 105 p.)


Cuando hace unos días abrí la carta de la poeta madrileña Laura Gómez Recas, lo primero que me saltó a la vista fue la bella portada, el buen papel y la pulcra edición del libro que amablemente me enviaba. Instantes después, leí el algo extraño título del poemario: “Zahoríes”, palabra de nuestro viejo castellano influenciado por el árabe. Palabra atezada pues, que ya me hizo presentir la profundidad y la limpidez del manantial.
Y en efecto, una de las características de este poemario es no sólo su caudal poético, sino su manera casi arrolladora de fluir, por paradójico que esto sea, puesto que “Zahoríes” cuenta la sequía y la aridez que reinaron durante cuatro largos años debido a diversas circunstancias existenciales y sociales en la vida de la autora.
Se apagaron, una a una, las estrellas (p. 21)
Comenzábamos a saber de la lluvia,
cuando el argumento del cielo nos destruyó (p. 23)
A este período de aridez vivido con una indecible angustia y opresión, podríamos casi llamarlo “una estación en el infierno” ya que también se trata aquí, incluso si las circunstancias de Laura nada tienen que ver con las de Rimbaud, de una prodigiosa "autobiografía sicológica" (Verlaine) escrita con textos diamantinos que hieren con su brillo la – a veces – grotesca y sórdida realidad.
Una persona puede morir, tanto real como simbólicamente, por el hecho mismo de estar dentro de un sistema inadecuado. Gómez Recas sabe denunciar ese sistema que la asfixia y el libro es también, en grado sumo, un requisitorio contra nuestra dura sociedad y nuestra época aún injusta, violenta y obscurantista. “Zahoríes” es, como toda la buena literatura, un libro crítico. La poeta notifica constantemente su desencanto, su hastío y también una profunda tristeza, un sentimiento de vacuidad, un hartazgo hacia lo que la rodea. Sin embargo, a pesar de la desilusión y la desesperación proclamadas, los sentimientos no se exhiben, no se manifiestan de una manera narcisista o egoísta; sencillamente constatan lo que les ha tocado vivir, y levantan acta.
Ahora sé que el mundo
se abre fálico y absurdo. (p. 43)
Y , de pronto, fuimos sorprendidos por la vida
árida y seca como fuente angosta y olvidada (p. 52)
Camino entre la mediocridad engreída
y la oscura voluntad del esclavo” (p. 26)
Televisión, trabajo, cuentas rancias
y un camino roído de silencio. (p. 50)
Todo lo que se pone de relieve es profundo y sincero, sin gesticulación ni patetismo. Los materiales poéticos son depurados, limpiados de la escoria de la confidencia indiscreta por un excepcional esmero. Aunque hay momentos en que la voz poética se hace queda, íntima o absolutamente conmovedora como en este bello endecasílabo:
Tan dañada, quebrada y suplicante (p. 47)
que recuerda con su estremecida enumeración, la que hace Eriphile, un personaje femenino de la “Iphigénie” de Racine:
C’est peu d’être étrangère, inconnue et captive (Acte II, scène l)
En ambos versos aparece claramente el dolor femenino, ese dolor al que bien podríamos llamar el dolor por excelencia, porque es ancestral y universal, ese dolor que tan a menudo ha sido evidenciado por los grandes artistas compasivos. ¿Qué otra cosa es la ópera, por ejemplo, sino la puesta en escena de ese dolor? No es anodino que Laura Gómez Recas evoque con suma fuerza, comprensión y ternura, a las mujeres de su familia y a todas aquellas que las precedieron:
podría repetir mil veces el nombre de mi madre
y la boca cedería el paso al aire incandescente
del recuerdo (p. 28)
La sombra honesta de los años
acumulados por mi madre
y por la madre de mi madre
y por la que fue de mi padre
y por todas las madres que me precedieron
y que riegan con su sangre
el filamento púrpura de mis ojos. (p. 45)
Esta honestidad femenina a la que alude la poeta es precisamente la que construye el poemario. En ella, y en el inmenso amor brindado por esas mujeres cuyo recuerdo y mandato ético son indelebles, se apoyará la que fue niña amada y feliz, para salir de su quebranto, erguirse, y – minuciosamente, metódicamente, con las humildes herramientas que encuentra a su paso – ordenar los materiales y buscar como buen zahorí la veta de agua, el abundante manantial que sólo es dado encontrar a los tenaces, a los ardientes, a los sedientos de espíritu, ese manantial que calmará su sed y la devolverá a la vida y a la ansiada creatividad:
Hoy he vuelto a embadurnar
las llanuras inmensas de lo blanco
Despertaron ayer las mariposas
al fondo de un inhóspito pasillo (p. 73)
Y con un esfuerzo que roza el heroísmo, poco a poco resucitará la creadora y resucitará la creación:
Acaricio la piel que fue del aire
con un terso camino de latidos. (p. 87)
Quiero emprender caminos y alegrarme (p. 89)
Anunciaré la luz y su osadía (p. 98)
Resurrección y victoria contra lo opaco y lo maligno que la rodea, victoria contra aquellos o aquello que hacen cernirse sobre nosotros las metálicas, aullantes y glaciales amenazas que llegan a hacernos desesperar del hombre y de la vida:
Pero sólo oigo la confusa voz de la mentira,
el soliloquio del lobo en la nieve del hambre (p. 58)
el inaudible palpitar del niño sirio,
la sonata de los justos en las vallas (p. 58)
nos quieren muertos
y con ese odio han vaciado los estanques (p. 85)
pero hay humedad en nuestros ojos
y el cilantro acicala nuestras manos (p. 85)
somos ayer, mañana somos,
territorio somos, manantiales,
de la raíz, abono de la espiga
para salvar la vida y la palabra. (p. 85)
La lucha del espíritu es denodada, la afirmación es rotunda, la determinación heroica. La poeta sabe que no está sola, y clama en nombre de los “Zahoríes” que la vida no basta porque la vida sin la libertad, sin lo amoroso y lo espiritual, merece muy poco la pena. Y ansía sobre todo “la palabra”:
Desde el principio, la palabra fue el nutriente
para el hambre ancestral de la sequía. (p. 42)
Anhela encontrar una identidad digna de sus hondos sentimientos
Debo encontrar mi nombre entre los nombres de todas
las cosas. (p. 86)
El yo busca asidero, explora lo imaginario y se yergue contra la despersonalización provocada por lo baldío y lo inane, por el contacto con “la desidia y el cieno”. La persona, la mujer, la inspirada, quiere reconocerse y ser reconocida, volver a la dicha de la inocencia y de la infancia, sin regresión, con lucidez, sabiendo de donde viene, cuales son los principios que la han forjado y lo que quiere ser, cual es el legado que hay que salvar y cual es el legado que quiere transmitir:
Y así, mi nombre
será al fin voz de sangre abastecida. (p. 101)
“Voz”, dice Laura, una y otra vez, y de eso se trata, de convertirse en una voz poética de indudable esencia femenina. Voz que – como hemos modestamente intentado demostrar – es una voz de primer orden. Una voz que gracias a su incesante búsqueda de zahorí, ha sabido transformar en Destino una experiencia existencial que hubiera podido ser Fatalidad. Esa y no otra es la misión del arte.
Daría Rolland Pérez
24 de enero de 2022

Daría Rolland Pérez nace en el Valle del Tiétar (Ávila, 1945). Pasa su infancia y adolescencia en Madrid. Acompaña a su esposo francés en sus diversas misiones culturales en el extranjero (Jartum, Singapur, El Cairo, Valencia) y vive largo tiempo en París.

Es licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad de la Sorbona, profesora, poeta y traductora.

En colaboración con Jean-Claude Rolland, ha convertido al francés a grandes poetas y narradores españoles contemporáneos. También ha contribuido como traductora a una obra pedagógica destinada al aprendizaje del francés.


Fotografía: ©Shiro Dani


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