En las barras de bar casi todo es relativo, excepto las esquinas absolutas del mar, tan a la vista en los vasos de bourbon. Nada es lo que parece y todo parece distinto. En sus lechos brillantes, se acomodan la vanidad, el ingenio, la tragedia y esa lágrima capaz de resbalar dulcemente y hacer una mueca legendaria en la memoria del último náufrago de la absenta.
Sin miedo al ridículo o al futuro, la desnudez en el extremo oriental de lo auténtico.
En las barras de bar nace el placer más austero, el que llega con la soledad de la noche y con su silencio. Son un lujo incoherente al fracaso y la derrota, donde fondean los pecios huérfanos de Ulises y se dictaminan las sentencias más antiguas. El cristal purifica la palabra con el semblante del barman por testigo y, en un litigio onírico, el ámbar del Cardhu de 18 aboga por los labios incesantes, aunque el corazón, en estos casos, suele pactar con los relojes para ganarle algunos años al olvido.
Sin miedo al llanto o al pasado, la sinceridad en el extremo occidental de la tristeza.
Laura Gómez Recas
Fotografía: Marc Riboud